JUAN ANDRÉS ROA
Mi nombre es Juan Roa, tengo 28 años, nací en Guayaquil y permanecí en mi ciudad hasta que Dios me llamó a seguirle para anunciar su amor en diferentes ciudades, estoy en la quinta comunidad de la parroquia "San Antonio de Padua", Guayaquil.
En este momento me encuentro de misión en Montevideo, después de estar cinco años de formación en el seminario, viendo cada día la llamada concreta de Dios hacia mí para ser parte de su Iglesia.
Mis padres, de creencia católica, habían comenzado a formar parte de las comunidades neocatecumenales cuando yo estaba en brazos de mi madre, el segundo de cuatro hermanos, y partir de ese momento Dios comenzó una historia de salvación con mis padres, mis hermanos y conmigo. Recuerdo las vigilias de Pascua de cada año, como mi padre me explicaba el poder de Dios sobre la muerte en nuestra familia: la transmisión de la fe durante los laudes dominicales fue sembrando en mi corazón cada domingo la semilla de la fe, que con el tiempo comenzó a florecer y dar frutos.
Comencé el centro vocacional a los 15 años y las tentaciones del mundo fueron un gran combate para mí: dentro de un par de años sería arrastrado por diferentes vientos de doctrinas que me llevaron a dudar del amor de Dios, engañado por pensamientos e ideologías que producían en mi cabeza una voz que me decía cada día que mi vida estaba destinada al fracaso y a la indigencia.
Me alejé de la Iglesia por tres años viviendo de una manera desordenada, sembrando el caos y la desesperanza en mi familia, ocasionando mucho dolor a mis padres. Su oración, la de mis catequistas y de mis hermanos de comunidad fue la luz en medio de mi oscuridad que me hizo volver a Dios. Experimenté el amor de Dios incondicional al momento de ser recibido, nuevamente por la comunidad, sin algún tipo de rechazo o juicio: en mis hermanos y hermanas de comunidad encontré el perdón, el cariño y la ternura de la madre Iglesia hacia su hijo perdido. Seguí en la comunidad, escuchando la palabra de Dios y viendo su eficacia en mis hermanos: había vuelto a Dios, pero a pesar de ello arrastraba conmigo malas costumbres. De repente, sentí un impulso hacia la llamada a la vida dentro de un Seminario, en el cual, Dios se encargaría de arrancar de mi corazón todo razonamiento falso sobre la vida, y se dedicaría incontables veces a enseñarme a vivir (hasta ahora lo sigue haciendo) y la dignidad que tengo por ser su hijo. Actualmente, cada día, combato con ese demonio que me invita a maldecir mi vida y estoy contento por eso, porque al final de cada día veo la diestra del Señor PODEROSA y MAGNÍFICA que me sostiene y me hace vencedor sobre aquel que un día puso en mí la duda de que Dios realiza una historia de amor con el hombre. Muchísimas gracias por su generosidad, por favor recen por mí.